Las mejores eran las planas, aquellas que parecían lascas de pizarra y eran algo pesadas. Las ligeras se extraviaban de su vuelo. Las lanzábamos al mar con cierto efecto, para que rebotaran el mayor número de veces posibles. Entre salto y salto, en la superficie, aparecían ondas concéntricas, al principio solitarias, después acompañadas de las de ritmos sincopados. |
Poco a poco perdían su curvatura para convertirse en surcos marinos los cuales nos gustaba imaginar que llegaban hasta el horizonte en donde vivían todas las líneas; mientras, la piedra seguía saltando hasta sumergirse y depositarse en el fondo con las demás y así las íbamos trasladando | |
Más tarde nos íbamos a comer al chiringuito más cercano; dentro o fuera, era lo primero que escuchábamos. La pregunta nos la hacía un camarero que con movimientos y habla acelerada quería demostrar su eficacia. La diferencia entre dentro y fuera era un cañizo, que tamizaba la intensa luz del exterior para dibujar en el interior una alfombra a rayas, convirtiéndonos en una familia de cebras, y eso nos daba la risa. | |
Una vez sentados aparecía la increíble, ¡ensalada para todos!; cuyos ingredientes eran grandes trozos de lechuga, tomate y cebolla; las jugosas secciones de atún, las aceitunas y el aliño de la casa: sal, vinagre y abundante aceite. Como algunos niños dejaban algo de comida en el plato; allí siempre descansaban aquellos inmensos aros de cebolla, que separaban minuciosamente, estrato por estrato, hasta llegar a su centro, a su corazón. |