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Erase una vez que se era una pepita negra, brillante,
reluciente, delgada, tanto como las lascas de pizarra y húmeda como
la saliva.
No se sabe cómo un día llegó hasta una mesa desmontable de plástico que simulaba el veteado de la madera y con acabados metálicos. Allí estaba ella, sola bajo el calor del verano, con una ligera brisa que le acercaba o le distanciaba el sonido de la chicharra. “Es debido al efecto Doppler”, al escucharse se miró a si misma sorprendida porque nunca había tenido el placer de conocer a este tipo pero en algún momento lo debió de oir, quizás por la proximidad de la autopista. Había otra presencia más, en el mismo plano donde ella se encontraba. Era inmensa y reunía todas sus cualidades exceptuando la delgadez. Negra verdosa,brillante, reluciente y húmeda como la saliva; pero gorda como una bola. Empezó a bordearla a duras penas, imagina una pepita caminando sobre una mesa !cómo coño se las debió de ingeniar!. Sus ojos se iban dilatando al ver desaparecer aquel espejo negruzco verdoso y encontrar, balbuceando, casi respirando, la carne fresca rojiza de aquella bola inundada de pepitas conectadas con un hilito casi imperceptible al agua rojiza. Inquieta empezó a mirarse, dónde estaba su hilito, se tocaba, se buscaba y no lo encontraba, ¡no tenía, había desaparecido!. Intuyó por tanto que ya no era como las otras que dormían plácidamente en aquella barriga mojada y que sí era como las ausentes, aquellas que habían dejado un hueco, un lecho en la carne rojiza, húmeda y balbuceante, que casi respiraba. ¡Otra vez Doppler!. Desde lejos se escuchaban unos sonidos que le resultaban familiares, cada vez más limpios y nítidos a pesar de entrecortarse con respiraciones fuertes e intensas, hasta llegar a tenerlos encima. Alzó la vista, situándose hasta evitar el deslumbramiento de los rayos del Sol y ver a dos seres tan extraños que de tener boca hubiese vomitado. Jadeaban como nunca había visto en su corta vida, de hecho era la primera vez, sus pieles eran tan rojas y húmedas como la carne de la bola. Dudó al principio, pero al no encontrar la cáscara-espejo sobre la que se reflejaba, una leve sonrisa de satisfacción se grabó en su cara. Aquellos dos monstruos empezaron a compartir sonidos y de repente, ¡ZAS! cogieron a la bola y la alzaron al aire; ¡CRACS!, la partieron en dos y ¡CHUTSSSS! se la pegaron a su boca hasta devorarla. Miles de pepitas que permanecían dormidas saltaron por los aires algunas caían a la mesa y otras al vacío. ¡QUE BUENA Y RESFRECANTE ES LA SANDIA!, decían las caras. Entonces reconoció su nombre lo que era y lo que iba a ser, una sandía. Por otra información que emitían aquellas caras supo donde crecer y como hacerlo; aunque también dijeron que una pepita salvaje es difícil que crezca hasta llegar a dar fruto sobre todo porque aquella zona era poco fértil. A pesar de ello la pepita se acercó al borde metálico, cerró los ojos y se miró a sí misma deseando ser sandía, entonces visualizó toda su vida y cada momento lo sintió tan intenso que no le importó sentir su muerte. Fue entonces cuando se arrojó al vacío. |