Antes esta calle sonaba a balcones llenos de trastos apilados que no cabían en casa, ahora a escombros esperando a ser retirados, a ser construidos. Ahora hay trasteros que suenan a cajas. Se que hay árboles. No puede ser que la azotea con sus antenas emita la misma onda que los zócalos de la primera planta.
Hormigón, vidrio, algodón, hierro, hojalata, nylon, madera..., aprehenden su nombre cuando las gotas le acarician, estas se hacen visibles cuando impactan y golpean a las construcciones del hombre, orientando a las otros, así los materiales de las costumbres, funcionan como un reclamo.
La parte de ciudad sobre la que llueve se esta desmoronando, antes se podía escuchar como un quejido espontaneo, igual que el Flamenco, la alegría angustiosa de un sitio olvidado. Las ultimas gotas van perdiendo intensidad y los ecos lejanos se van arrastrando por las paredes, la memoria de otros enmudece, el sonido de la lluvia tiende a ser igual.
Es por aquí, entre las ruinas de lo perseguido donde el paseo se convierte en búsqueda de imágenes, donde agudizamos nuestros sentidos expectantes, sin olvidar que los sonidos son los testigos del espacio.
Si inventáramos una maquina que solidificara las palabras dichas, si las pudiéramos reunir todas, sabríamos que lo que aquí se levanta ahora no es una ciudad lo parece, pero solo es un reflejo del que pasea. Rescataríamos viejas palabras, viejas conversaciones que se acercan al oído de ahora, del presente el cual se convierte en pasado en la tercera "e". Palabras congeladas, ingrávidas.
Las voces calladas solo esperan ser atrapadas para reinterpretarlas, reimaginarlas. Mirando a través de la ventana las puedes ver, acercando el oído las puedes escuchar.
Las voces calladas solo esperan ser sacudidas por la tormenta que convierte las cabezas en nubes y los dedos en lluvia para entonces escuchar el compás del teclado, mirar a través de la pantalla, acercar el oído y sentir el rumiar del disco duro, el rumiar de la memoria.